30 ago 2008

CAPÍTULO 1: URUGUAY (4)

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Nos acostamos temprano y al día siguiente madrugamos para poder despedirnos del turno saliente. A unos kilómetros bajo un cielo encapotado y envuelto en un panorama lúgubre, se exhibía desafiante el repecho del Otazo, primer e inmediato estrago que aguardaba en la corta distancia.

Los cerca de 70 kilómetros que recorrimos hasta Melo fueron, sin duda, bastante exigentes. El ascenso al Otazo fue lento y tortuoso. Los parajes que vinieron después eran grises y desolados. Alcanzamos una aldea, Arbolito, cuyo nombre proviene de una batalla que se libró a pocos kilómetros en dirección a Treinta y Tres.

La aldea parecía desierta, y el viento y las nubes seguían presagiando lluvia a raudales.











Sin embargo, decidimos seguir adelante. Por lo que nos habían dicho, a unos 10 kilómetros de Melo, debíamos toparnos con un puesto policial donde, con casi toda probabilidad nos darían alojamiento.

Proseguimos. A media escalada de la intimidante Picada del Bocha, comenzó a caer lluvia boba (llovizna) que paulatinamente fue creciendo a lluvia copiosa. En un momento dado, fuimos a buscar cobijo a una estancia que había en la cumbre del Bocha – habiéndose convertido la lluvia en una gruesa cortina achuchada por el viento – pero su desolación y los ladridos de tres perros guardianes nos pusieron devuelta en la ruta.

La lluvia amainó hasta cesar a ratos. Por fin llegamos al deseado puesto policial donde, al principio, no parecía haber nadie. Dimos vueltas y vueltas al puesto, mojados, tiritando de frío, y aunque había indicios de que tenía que haber alguien dentro, nadie respondía. De repente, cuando ya no se sabía qué hacer, se oyó un ruido dentro de la casita y vimos que un policía espigado nos escrutaba a través de la puerta de vidrio.

Tras pasar el primer examen, nos abrió y nos preguntó en que podía servirnos. Una vez mas, relatamos toda la historia del viaje, haciendo hincapié en que éramos estudiantes de tres países diferentes, que la gente nos llevaba brindando hasta el momento una ayuda inestimable y, sobre todo, que estábamos fatigados, hambrientos, mojados y ateridos de frío, y que - ¡ por todo lo que le era sagrado en esta vida ! – nos permitiese hacer noche en cualquier lugar protegido que nos pudiera ofrecer (ya fuese un cuarto pelado o un galpón pordiosero).

“Vo sabé” nos respondió el tipo de rostro picado, nariz tosca, y ojillos brillantes. “ A mi me gustaría ayudarles , gurise. Pero vo sabé que no puedo. Nos han venido robando por acá 40 ovejas, todavía no agarramos a los malandros que nos las andan manoteando. Cada noche hacemos patrullas desde las 6 de la tarde hasta las 4 de la mañana: pero cuando vamos a tal lado, nos roban en otro. Vo sabé gurise que a mi como padre me gustaría que ayudasen a mis hijos si anduvieran por ahí. Pero, ¿qué hago ahora si vienen los superiores y ven a 3 extraños pasando la noche acá mientras nos vamos de patrulla? Me recagan a puteadas gurise. Me van a tener que disculpar pero no puedo hacer nada.”

Eso sí, nos explicó que Melo estaba ahí mismo, que en 15 minutos llegaba porque todo era bajada. “Pasan el frigorífico (PUL, la gran fábrica empaquetadora de carne para exportar) y ahí lo tienen.” En el momento de despedirse y dirigiéndose a Jazmín, aseveró: “Si tuviera a mi hija viajando así como vos, la cagaría a palo”.

Tuviera o no razón, nos despedimos del agente y seguimos hacia Melo, que quedaba a 9 kilómetros exactos del puesto. A los pocos kilómetros, nos acordamos de nuestro amigo el agente cuando tropezamos con la primera de una seguidilla de subidas bastante empinadas.


La bienvenida a Melo – viniendo de Treinta y Tres - no es estéticamente gratificante. Lo primero que uno se encuentra es un barrio de casas astrosas, calles de tierra y comercios polvorientos. Si sumamos a esto el día gris y húmedo que envolvía tal escenario, el cansancio, el hambre (casi 10hs sin comer) y el frío la primera imagen de Melo no fue demasiado alentadora.









Eran casi las 4 de la tarde cuando nos encauzamos por la Av. Fernando Mata. Allí preguntamos por la Intendencia y nos indicaron como llegar entrando a mano izquierda por la calle José Pedro Varela y yendo recto hasta dar con una estación de ANCAP que se haya en la calle Gral. Justino Muniz: ahí, en la vereda de la izquierda, está la Intendencia.


En la Intendencia, nos mandaron a la dirección de deportes y ahí Milton, director de dicha sección, dio la orden al encargado del gimnasio municipal para que nos dejaran pasar unos días allí. Todo esto sucedió en un corto espacio de 15 minutos desde que entramos en la Intendencia. Apenas dijimos una palabra, un desconocido nos llevó a la dirección de deportes, preguntó si nos podían ayudar y el resto es historia.


En el gimnasio municipal, nos recibió Roney Sosa, un hombre menudo, medio calvo y canoso con un bigote y una sonrisa afables. Conociéndole un poco mejor más adelante, nos dimos cuenta de la grandeza de este hombre. Siempre que lo veíamos sonreía. Al hablar con sus subordinados y, en realidad, con cualquiera, nunca abandonaba la forma cordial y jocosa de su discurso habitual; en definitiva y aunque parezca inaudito, siempre se lo veía de buen humor. Y esto podría parecer inaudito, ya no sólo porque es bastante poco común encontrar a alguien con sentido del humor, sino que además el pobre hombre había sufrido unos cuantos reveses muy duros a lo largo de su vida: el mas reciente, la muerte de un hermano tres semanas antes de nuestra llegada. Roney Sosa es una de esas personas que hacen que sonrojen nuestras quejas y pataleos más pueriles, al blandir en todo momento una sonrisa frente a las peores adversidades de la vida.










Fernando Sosa, un amabilísimo empleado municipal del gimnasio, nos enseñó los aposentos que nos habían dispuesto: tres habitaciones enormes con unas cuatro cuchetas (literas) cada una. También teníamos dos baños, uno de ellos con ducha de agua caliente. Para nosotros, hasta aquel momento, era como mostrarnos las alcobas del Taj Mahal.


Este Fernando Sosa, a su vez, quedó maravillado con el Primus con que cocinamos; en tal grado, que hasta le sacó fotos. Nos pareció un hombre de encantadora parsimonia y curiosidad conmovedora. A pesar de la parsimonia, trabaja los doce meses del año: nueve meses en el gimnasio (trabajo bastante sosegado) y los tres restantes los hace en Maldonado (adonde viaja en su Yumbo de 125cc) trabajando en un restaurante durante la temporada de verano. A él, nos lo dejó bien claro, le encanta. No tiene queja alguna. ¿Cuántos pueden decir eso?










La misma tarde de la llegada fuimos a Motociclo con el recibo de compra de las bicicletas para reclamar el servicio de mantenimiento que la empresa garantiza durante seis meses por dicha compra. La encargada, guardando firmemente el protocolo, nos envió al taller de Nacho, a media cuadra de la plaza de la Constitución.







Al día siguiente fuimos y conocimos a otro gran ciclista veterano, en este caso de Cerro Largo: Ignacio Honegger. Aunque ya no corre en primera, sigue compitiendo cada fin de semana en la categoría de adultos, entrena a una adolescente y patrocina a un equipo juvenil. Estuvimos toda la mañana hablando con él y viendo cómo realizaba el mantenimiento de cada bicicleta: centrado de ruedas, revisión de los cambios y reemplazo de un eslabón de la cadena de la bicicleta de Jazmín que lo llevaba muy suelto. Al terminar nos invitó a cenar a su casa la tarde siguiente.











De camino a su casa, nos detuvimos unos minutos a ayudar a un amigo suyo (todo Melo parecía serlo) que su moto no le estaba funcionando muy bien, aparentemente solo le estaba trabajando un solo cilindro.... Miren en la foto porque es que sucedía esto. (Llevaba 14 garrafas de 13 kg, aparentemente, eso solo se ve en
Melo, es una forma de ahorrar en tranporte con las "honditas" 100cc)










Y no la tarde siguiente, sino la siguiente, tuvimos la cena (pizza y pastel de coco) junto con su mujer y sus dos gurises. Aparte de mostrarnos una amabilidad y generosidad inigualables (no nos permitió pagar un peso de la cena), nos dio un largo paseo por su vida a través de un millar de fotografías que estuvimos mirando hasta casi la una de la mañana.











Al día siguiente (viernes 22 de agosto) y después de despedirnos de Ignacio, nos introdujimos en la ruta 26 en dirección a la ciudad de Tacuarembó.
















La ruta 26 es bastante desolada, con alguna estancia aquí y allá, y poco más. No teníamos muy claro dónde íbamos a pasar la noche y el atardecer se nos echaba encima. Aún demasiado lejos de Las Toscas (el pueblo más cercano), al cruzar el río Negro por el puente Aguiar y dejar atrás el departamento de Cerro Largo para entrar en el de Tacuarembó, vimos a un albañil haciendo la mezcla para la obra de una casita. Le preguntamos si había algún puesto policial o algún rastro de civilización por ahí cerca y nos respondió que no conocía nada en menos de 20km. Le preguntamos entonces si sabía de algún lugar seguro donde acampar, y nos ofreció hacerlo en el predio donde trabajaba. Al final, nos convidó a pasar la noche en una especie de remolque habitable con más años que el ferrocarril. Para nosotros nos era más que suficiente (sólo una barridita para sacar toda la cal y polvo que había), pues nos ahorraba tener que montar todo el “circo.”








Nuestro anfitrión, en esta ocasión, se llamaba Juan Pereira: un mulato de cuarenta y ocho años y excelente condición física. Poseía ese carácter apacible y sosegado que define al buen hombre de oficio. Nos contó que tenía dos hijos, que era huérfano desde los nueve y que a esa edad tuvo que comenzar a buscarse la vida. Durante quince años fue soldado raso en el ejército, hasta que se hartó de tanta arbitrariedad castrense y se puso a aprender oficios. Tras doce años de aprender y trabajar, el diestro Pereira es capaz de diseñar y construir íntegramente cualquier edificación que le propongan. Nada mal, ¿verdad?



A la mañana siguiente nos levantamos temprano y contemplamos otro gran paisaje brumoso, casi totalmente opaco, en el que sólo se insinuaban los contornos de algunos árboles y el brillo del asfalto bajo el espectral foco del alba.



Volvimos a seguir el trayecto hacia Tacuarembó, cruzando por Las Toscas de Caraguatá (donde la gente que nos encontramos se portó excelentemente con nosotros) y luego por Pueblo de Barro, donde un policía regordete nos recomendó que preguntáramos para pasar la noche en el local de remates (subastas de ganado) RACHID, que queda dentro de un predio que cuida un gaucho muy amable.




Radio MARLEY FM en Las Toscas




Llegamos ahí y, efectivamente, el gaucho que cuidaba el predio nos dio permiso para hacer noche en dicho local: una casa de cal y techo de chapa de no más de diez metros cuadrados.


Y ahora un breve inciso para aclarar, a los que no sepan, quién es el gaucho y qué es la cultura gaucha. La cultura gaucha es el folclor propiamente dicho del Uruguay. El gaucho es, en esencia, la identidad del uruguayo oriundo. Cierto que un urbanita montevideano también es oriundo; pero en él jamás se representarán tan netamente las señas de identidad que hacen que Uruguay sea Uruguay y no cualquier otro país. La imagen del gaucho compendia lo más característico del paisaje oriental: los eternos pastos que enmoquetan casi todo el interior del país, la soledad de los campos donde sólo reinan las reses y los caballos, ese aire purificador que alterna esencias lácteas y de eucalipto. . . Del gaucho nacen las costumbres más arraigadas y definitorias del pueblo uruguayo: la adicción al mate, la pasión por el asado y, lo más importante de todo, la música, la milonga, ese estilo rústico y sincero a voz y seis cuerdas por el que se originó los tangos de Gardel que recorrieron el mundo por los fotogramas de la Paramaunt. El gaucho de bigote grueso, boina o sombrero aludo, poncho y bombachas metidas por dentro de las botas de montar. El gaucho con su látigo y su pingo, su china y sus guris, su yerba y su mate, su vaca para carnear y su leña para asar. La imagen del campo que es la identidad de la tierra, el corazón y los pulmones de una nación, los rasgos verdaderos de los pueblos. . . Cómo no dedicar un espacio privilegiado del relato al pastor de las riquezas de la tierra oriental. El “huachu” que vaga solo sobre su caballo y blande su “chaucho” para arrejuntar el ganado: el sol que brilla en el interior del Uruguay.


De retorno a RACHID, esa tarde la pasamos muy relajadamente embutidos en los sobres de dormir; salvo Jazmín, que decidió visitar la casa de nuestros anfitriones para conocerlos mejor.
El viento cambió a Noreste (“viento del Este agua como peste,” se dice por aquí) y el cielo comenzó a enturbiarse. Ya de noche, estalló una tormenta de incesante diluvio y cañonazos ensordecedores. Los inmensos goterones (que por momentos se convirtieron en granizo) repiqueteaban con renuente violencia en la chapa: daba la terrible sensación de que nuestra endeble morada se venía abajo. Esa noche se durmió bastante mal.
La lluvia continuó hasta las primeras horas de la mañana siguiente. Como el cielo seguía cubierto y aún soplaba algo de viento Noreste, optamos por quedarnos el día en RACHID con el beneplácito de nuestros anfitriones; los cuales, ya de buena mañana, nos demostraron su generosa disposición al enviarnos una embajada, compuesta por el gordito Alfredo (hijo mediano), con un desayuno de tortas fritas que Dalia, su madre, nos guardó.



Ese día era domingo (24 de agosto), y al ponernos en pie os encontramos con el gordito Alfredo y su hermano mayor, el locuaz Ignacio. Ahorrándose formalismos, nos contaron con detalle, como si hubiesen estado esperando años por una audiencia, todo lo que debíamos saber sobre ellos: primero, que ese día celebraban el quinto cumpleaños de su hermanita pequeña, Sofia, que en realidad había sido el martes 19 (de agosto, se entiende); que Alfredo tenía 12 e Ignacio 17; que los dos estudiaban en Tacuarembó; que Ignacio quería ser casco azul y que a Alfredo le encantaba el campo; que Ignacio había sufrido un ataque epiléptico a los nueve y desde entonces no soportaba ver que un hombre abusara de una mujer. A su vez, nos cantó una polca, nos declaró su amor por el canto y nos mostró su variado repertorio de piropos y payadas. Jugamos al fútbol con ellos (o más bien pateamos unos trapos envueltos en piel de oveja y unidos con cinta pato) y nos bañamos en un tajamar (alberca) cubierto de bostas (boñigas) de vaca. Luego, para darnos leche, ordeñaron a su única lechera, una Jersey negra. Lo que nos quedó patente, es que ambos eran criaturas excepcionales.







Hagamos una rápida descripción del hogar Rivera-Rodríguez: la vivienda en sí se compone de una zona dormitorio con una sala recibidor de unos ocho metros cuadrados por la cual se accede directamente a un baño con retrete y ducha (que en realidad no es más que un cubo grande de pintura colgado de un clavo a metro noventa de altura y al que le adaptaron un caño (grifo) de plástico. Cada vez que se vacía, se vuelve a llenar en el pozo lo cual resulta una actividad algo agotadora) y un solo dormitorio donde duerme toda la familia. Esta parte de la casa está casi totalmente desnuda: sólo las camas y en el baño un mueble de estantes para el neceser de aseo.

La otra parte de la vivienda es la cocina, que es independiente. Ésta no ocupa más de cuatro metros cuadrados y la cocina, como tal, funciona a leña sobre una plancha metálica gruesa, que es el fogón. En toda la vivienda no hay ni luz ni gas ni agua corriente. Las únicas modernidades de que disponen los Rivera-Rodríguez son una radio a pilas, una antorcha con bombona, y un par de celulares (móviles) que no pueden recargar sino yendo a casa de una vecina. Por lo demás, viven básicamente en una burbuja atemporal, en una de esas cápsulas del tiempo que se entierran con objetos de épocas pasadas para que las exhume el hombre del mañana.


Por la noche, estuvimos conversando con ellos. A pesar de todo lo que ellos nos habían dado (torta frita, lechugas de su quinta, leche de su lechera e incluso del pastel de cumpleaños de Sofía que había sobrado), ellos aceptaron muy poco del pan y los bizcochos que les ofrecimos. El padre, Ruben, nos contó más o menos cuáles son sus obligaciones y nos narró cómo en una ocasión se perforó la mano izquierda al disparársele un rifle de caza por accidente. Dalia, por su parte, nos contaba que aunque eran felices en el campo, se las veían negras cada mes para subsistir con único sueldo de 4500 pesos (164 euros) para cinco personas.


El lunes día 25 de agosto dejamos a los Rivera-Rodríguez (con gran pesar de Alfredo, que nos quería llevar a correr liebres con los galgos) y nos dirigimos de nuevo a Tacuarembó.



Hicimos parada en Villa Ansina (60km de Tacuarembó), donde tuvimos un extraño encuentro con un tipo (nunca nos dio su nombre) parecido a Dustin Hoffman, que nos aseguró que el aburguesamiento nos esperaba a todos a la vuelta de la esquina. Hicimos noche en un bello camping a la vera del río Tacuarembó Grande.

Fotos de Comisaría de Ansina y vista del puente desde el
Campamento Municipal de Ansina

20 ago 2008

CAPÍTULO 1: URUGUAY (3)

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El caso es que se abrió la puerta y nos atendió una mujer diminuta y de mediana edad. Silvia, nos dijo al presentarse con su suave voz. Desde el momento en que se dio cuenta de que éramos viajeros del exterior, mostró un entusiasmo contagiante. Inmediatamente nos presentó a Ruben Sosa, el reportero más dicharachero y polivalente de Lascano; éste estaba a punto de marcharse a no se sabe dónde, casco y guantes en mano. Pero al descubrir quiénes éramos y qué hacíamos, nos invitó a una sala trasera para hacernos una entrevista rápida.

Después de la entrevista, Silvia (que resultaba ser la hermana del director de la radio), nos relató algunas curiosidades sobre el pueblo, como la del hallazgo de una veta que atravesaba varias estancias y que podía tratarse de un importante yacimiento de diamantes, acontecimiento que agrupó a un gran número de estancieros en torno a las fotografías aéreas del lugar con afán de descubrir si dicha veta pasaba por sus predios.

Otra curiosidad de Lascano es que es la localidad donde nació Becho, el violinista contestatario a quien Zitarrosa escribió una hermosa canción.

También nos contó que la Nueva Radio de Lascano había sido un proyecto de su hermano, José Luis Estol, que animado por su padre, resucitó la desaparecida radio AM que había en el pueblo.

En Lascano tuvimos la oportunidad de visitar una fábrica de la COPAR (Cooperativa Arrocera), donde pudimos ver de cerca el proceso de producción del arroz: fase de lavado, descascarillado, pulido (refinamiento), selección y empaquetado. En otra fábrica, de SAMAN, nos ilustraron el proceso de secado y almacenaje en silos refrigerados. Siempre es interesante averiguar de dónde viene lo que te llega a la mesa y te cae al estómago.


(Copar,Blue Patna)


(Interior de la Planta COPAR)


La tarde antes de la partida, escribimos un breve elogio a Lascano que Ruben Sosa leyó en su programa vespertino. Fue una forma muy humilde y exigua de agradecer la inestimable generosidad de su gente que, por doquier nos ofreció más de lo que realmente podía ofrecer.


El domingo 17 de agosto salimos de Lascano. En la rotonda frente José Pedro Varela (primer pueblo del departamento de la Valleja al salir del departamento de Rocha), cambiamos de la ruta 15 a la 8 en dirección a Treinta y Tres. En la ruta 8 el viento nos vino a favor por el Sudoeste, lo cual nos permitió hacer los 30km hasta Treinta y Tres en una hora y media.

(Empalme ruta 15 con ruta 8 a 33)


(33 a 21 kilómetros)


(Entrada a 33)

Pasamos por el puente sobre el río Olimar (del que deriva el gentilicio olimareños para los habitantes de Treinta y Tres) y entramos en la ciudad. Al ser domingo y estar la Intendencia cerrada, no resultó fácil encontrar un lugar seguro y gratis donde pasar la noche. Finalmente, en una seccional de la policía, nos remitieron al Parque Municipal del río Olimar; concretamente al camping del Parador del Río, que cuida el matrimonio Parente (Alejandro y Silvia). Este matrimonio lleva casi treinta años cuidando del camping y atendiendo un puesto de tortas fritas que abren todas las tardes que si lleva todo ese tiempo abierto, es por lo ricas que están dichas tortas.
(Río Olimar)


(Río Olimar)

Al día siguiente (lunes 18 de agosto), salimos de Treinta y Tres alrededor del mediodía. El destino era ahora Melo.


(Melo a 74 Kilómentros)

Antes de la salida, en el Parque Municipal, estuvimos un rato charlando con D. Alejandro Parente. Al parecer, en Treinta y Tres la afición por el ciclismo supera a la del fútbol, por extraño que esto suene. D. Alejandro no era menos, y hasta la fecha se consideraba un amante del pedal. Como tal , nos informó cabalmente del estado del trazado de 105km que separa Treinta y Tres de Melo. “Dura corrida tienen,” nos dijo resoplando. Nos advirtió, no sólo de las numerosas subidas que hay en los 105km, sino particularmente de dos escaladas monumentales: el repecho de Otazo, en la mitad del trayecto, con una subida de unos 3km; y a unos 20km antes de Melo la guinda del pastel: la Picada del Bacho, con una subida de unos 5km. “Vayan preparando esas piernas que van a tener laburo,” se despidió el bueno de Parente mientras nos alejábamos hacia nuestro ineludible destino.

Salimos entonces hacia el mediodía de Treinta y Tres. El Sr. Parente, a su vez, nos había dado el nombre de un tipo que tenía un almacén en Cerro Amaro, un poblado ínfimo a casi 40km de Treinta y Tres, que nos podía alojar aquella noche si le decíamos que íbamos de su parte.

El día se fue tornando paulatinamente gris y el viento conjuraba visos de tormenta. Tras una parada para comer y un par de horas de costoso debatirse con las subidas y las rachas de viento, dimos con Cerro Amaro y el almacén de Cacho Rodríguez, el compinche del Sr. Parente.


Entramos y hallamos a un hombre ya en sus sesenta, de cabellera blanca, y algo rechoncho. Nos miró extrañados y continuó con dicha mirada mientras le explicábamos quiénes éramos, quién nos enviaba, y qué queríamos.
Con cierta expresión de apuro e incomodidad, el bueno de Cacho nos dijo que él, por desgracia, no tenía lugar para ofrecernos, pero que tal vez tuviésemos la solución a unos 4 kilómetros. Se trataba del puesto de la seccional cuarta de la policía de Treinta y Tres. En dicho puesto había varios policías “macanudos” (según las propias palabras del Cacho Rodríguez) que seguro que no tendrían inconveniente en que pasáramos la noche ahí.

Y, efectivamente, al llegar al puesto de la seccional cuarta, nos recibió con gran hospitalidad una pareja de sorprendidos policías que sin problemas nos ofreció un galpón (almacén/garaje) donde pernoctar.

Mientras desmontábamos los bártulos, uno de ellos vino a hablar con nosotros. Era un tipo alto, robusto, de tez oscura y un par de dientes de oro. Se llamaba Marcelo Ruiz, apodado el “Capincho”. Tenía 37 años, dos “gurises” y era otro gran aficionado y practicante del ciclismo. En su época había sido un gran competidor y, ahora que llevaba unos años sin practicar y que le crecía la curva de la felicidad, había decidido retomar el entrenamiento y cuando podía se hacía sus 100 kilómetros de rodaje. Como buen hombre de campo, era de hábitos salubres: no fumaba ni bebía en exceso, adoraba por encima de todo montar a caballo, y no dormía más de 5 horas diarias, coincidiendo su despertar con el primer canto del gallo (es decir, entre las 4:30 y 5 AM). Ahí mismo, en los alrededores del puesto, tenía un terrenito con una lechera y una yegua joven. También tenía una casita que terminó por ofrecernos como hospedaje, con una deliciosa ducha de agua caliente.
(Con el Capincho Ruiz en la seccional cuarta)


Nos instalamos, pues, en la casita del gran Capincho Ruiz, en un dormitorio cuyo cielo raso rasaba por partes hasta el punto de tocar casi una de las camas.

Con algo de polenta fuimos a cocinar y cenar con Marcelo Ruiz y sus colegas del puesto. Tuvimos gracias a ello el placer de conocer a Oscar Cuña y al “Pelao”. El Pelao, al que menos conocimos era el único fumador de los tres, la oveja negra del trío. Por lo que contaban , en el puesto se hacían turnos de vigilancia de 48 hs con un descanso de otras 48 hs.

(Cocinando en la última seccional policial de 33)

Oscar Cuña demostró ser una delicia de persona. Recordaba tanto en el comportamiento como en el físico, a esos personajes tímidos y de trato delicado que interpretaba Jack Lemmon. Citaba mucho de la Biblia, como buen evangélico que era, y nos informó de que para él el mayor pecado del hombre era la soberbia y el pretender tener la razón todo el tiempo. “¿Qué se gana cuando se tiene la razón?”, preguntó retóricamente. “Nada”, se respondió, “Porque con eso sólo ganas el pensar que tenés la razón. Nada más”.
Continuará en pocos días....

10 ago 2008

CAPÍTULO 1: URUGUAY (2)

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Como quedó dicho anteriormente, cruzando “la barra” cuando está abierta, se llega a las dunas; y a unos seis kilómetros yendo hacia el Sur por la playa, nos topamos con Cabo Polonio.

(Cabo Polonio)

A Cabo Polonio sólo se puede acceder en vehículos con tracción a las cuatro ruedas. No existe asfalto ni pavimento: sólo la trémula arena blanca de la playa.

Cabo Polonio – en cuya punta se yergue un faro desde 1888 del que ahora se encarga la Armada – fue colonizado libremente por gente que poco a poco comenzó a llegar con materiales ligeros de construcción (madera y chapa, por ejemplo) y levantó su hogar de la noche a la mañana. Hasta hace un par de décadas aproximadamente, no se necesitaba ni permisos ni escrituras para poder instalarse permanentemente en Cabo Polonio. Hoy por hoy, ya no se admiten más vecinos.

(Faro de Cabo Polonio)



(Vista del faro entre las rocas Pablo y Santiago Rusiñol)

Al igual que Valizas, Cabo Polonio inverna en la soledad y la tranquilidad de los meses de temporada baja; sin embargo, durante el verano, el lugar es una auténtica locura. Su lejanía de cualquier jurisdicción propicia el consumo y tráfico de drogas, lo cual se podría pasar por alto si esta actividad poco salubre se pudiera desarrollar con civismo y discreción; pero a quién vamos a engañar. . . Es una lástima que un lugar así se convierta en un paraíso del desmadre, porque posee una riqueza natural extraordinaria: a unos ochocientos metros hay dos islotes conquistados por lobos y leones marinos, así como las playas de roca que rodean el faro; se ven también pingüinos en los meses de invierno, durante los cuales se pueden avistar ballenas azules en su paso migratorio; hay gaviotas negras, albatros, pelícanos, lechuzas, teros, etc. ¿Es preciso ponerse ciego para poder disfrutar de algo tan puro y sencillo?

Las constantes amenazas de lluvia y vientos fuertes del Sur, retrasaron la salida hasta el miércoles 13 de agosto.

A primera hora de la mañana nos despedimos de la abuela Ega y emprendimos el rumbo, por la 15, hacia la sierra de Rocha, la de las 99 curvas sinuosas y los desgastantes repechos.



( Ruta 15 que lleva a Lascano desde la ciudad de Rocha)

En un duro recorrido de unos 50km animado por las bocinas de los camioneros que nos iban saludando en procesión, alcanzamos Villa Velázquez, un pueblecito poco presuntuoso de unos dos mil habitantes.


Como se acercaba la hora del atardecer, preguntamos a Julio – miembro veterano de la policía local – dónde podríamos hallar un sitio para hacer la noche
que nos proporcionara cierta seguridad (por las bicicletas, se entiende). Después de apuntar los números de documento de identidad de cada uno y ponernos al tanto de la alarmante subida del índice de criminalidad en las zonas rurales (donde otrora de podían dejar las puertas abiertas), nos dijo que fuésemos al puesto de bromatología (control de calidad de productos alimenticios de mercancía entrante) que hay a unos 500m de la intersección de la 15 (Lascano) y la 11 (Aigua). Allí nos debía esperar un funcionario de la Intendencia (Ayuntamiento) a quien informaría por radio en cuanto saliésemos.



( Parada en las sierras de Rocha rumbo a Lascano)
Y así fue que al llegar al puesto nos encontramos a dicho funcionario: un joven de 38 años, delgado, de ojos claros y peinado a lo beatle, enviando un mensaje de texto en una porción de campo donde obtenía señal.


El joven en cuestión se llama Ruben (en Uruguay no es palabra aguda y se pronuncia como llana), es padre de dos hijos, natural de Velázquez y dieciséis años servidor público. No fuma ni bebe, y en otra época se dedicó bastante al fútbol, deporte que le fascina.


( Rúben,nuestro gran amigo y anfitrión de Bromatoloían en Velázques)

Se portó fabulosamente con nosotros. De hecho fue el primero en decirnos algo que hemos escuchado en todas partes del interior: “para cualquier cosa estoy a sus órdenes.”


El sitio donde pernoctamos era una antigua escuela y luego comisaría, edificación actualmente medio derruida (pero con el hogar en perfecto estado para hacer lumbre), que estaba en un paraje precioso rodeado de bosquecillos de acacias y eucaliptos.

(Escuela-Comisaría del desuso en Velázques)


Ya cuando hubo oscurecido, con el fuego prendido y humeante para mantener a los bichos a raya, y cada uno en su sobre (saco) de dormir, apareció un vehículo patrulla con dos policías y Ruben sentado atrás, todos, cómo no, con mate en mano y termo bajo el sobaco. Querían saber si habíamos encontrado todo de nuestro agrado y si, por casualidad, necesitábamos que nos trajesen algo del pueblo. Ruborizados por tanta hospitalidad, les dijimos que estaba todo bien, que agradecíamos su buenísima disposición, y que no, que no nos hacía falta nada salvo una larga noche de descanso. Charlamos y reímos un rato, Ruben y los policías se volvieron al pueblo, y los tres nos fuimos derechos al sobre.


El amanecer del día siguiente se presentó con una bruma densa bruma que no permitía ver a mas de cien metros. ¡Cuánto encanto le da esa bruma de vapor de rocío al campo y a los bosques! Sobre todo cuando se van filtrando los tonos púrpuras del sol naciente a través de ese tejido algodonoso y suave de chispas de agua gélida.


Ruben llevaba ya en su puesto desde las cinco de la mañana. Desayunamos en el puesto con él. Nos había traído unos sobres de té y de café sin que le dijéramos nada. Éste fue el comienzo de la anonadante generosidad del campo.


El día abrió y en cielo apareció un sol espectacular. El viento parecía soplar a favor. Las condiciones eran inmejorables para montar.


Cuando ya estábamos a punto de ponernos en marcha, llegó, en una camioneta pick-up blanca, Omar Canepa, ex corredor profesional del ciclismo sudamericano. Joven, pero ya retirado del ciclismo y fuera de forma, se dedica en estos días a la tala del eucalipto, industria que en estos día procura más empleo a la región de Velázquez. Nos enseñó unos cuantos trucos y nos dio varios consejos prácticos en cuanto al mantenimiento de las bicicletas y, más importante, a cómo jugar con los cambios para aprovechar bien la fuerza y la motricidad y no hacerse añicos sobre los pedales.


Todo esto nos retrasó hasta casi el mediodía. Nos despedimos de Ruben y Omar y volvimos al asfalto.


Cuando aún no llevábamos ni quince kilómetros el viento cambió de Sudeste a Nordeste; o lo que es lo mismo, de viento a favor a viento en contra. De forma que los siguientes kilómetros (unos cuarenta más o menos) fueron de auténtico suplicio; en tal medida que ya cuando apenas faltaban diez kilómetros para llegar a Lascano, hubo en par de subidas que realizamos a pie.


Al arribar finalmente a Lascano (que se nos presentó como una salvación desde lo alto de la última y horripilante pendiente), nos topamos a la entrada con una estación de servicio de la ANCAP (red de gasolineras uruguaya). Sin más dilación, preguntamos a una empleada, Silvana, dónde podríamos encontrar algún alojamiento seguro y, ante todo, gratis. Mientras Silvana entraba en la oficina para averiguar lo que le pedimos, se nos acercó un tipo alto y fornido, de cabellera rala y bigote espeso, Felipe Ferrés de nombre. Nos dijo que tenía 61 años (realmente no los representaba) y, con su voz profunda y alegre, inquirió respecto a lo que hacíamos y el porqué de ello. Después nos habló de su estancia ahí en Lascano, de sus dos hijos, de que viajaba con frecuencia a Montevideo, etc. Pero, por encima de todo, nos mencionó a Alejandro Castillo. Alejandro Castillo es la celebridad más destacada de Lascano: pionero del surf en los sesenta, infatigable viajero de las carreteras sudamericanas, actual presidente de la Federación de Surf del Uruguay, miembro activo del club Rotari y dueño de las dos estaciones de ANCAP de Lascano. Alejandro Castillo, como se suele decir en inglés, era nuestro hombre.
(Ancap de Alejandro Castillo,Lascano)


(Entrada a Lascano)

Felipe Ferrés lo hizo llamar y ahí apareció a los cinco minutos, Alejandro Castillo en persona, un señor de pelo cano y media calva, de mediana estatura y aspecto vivaz y saludable. Felipe Ferrés le resumió nuestra pequeña epopeya y, con cierta complicidad, Alejandro Castillo se sonrió y citó a Les Luthiers: “no me asusta el acertijo.” En ese momento nos hizo relación de todas sus aventuras durante los viajes a dedo que hacía desde el Uruguay hasta las playas surferas de Trujillo (Perú). Así que en una muestra de simpatía de un viajero veterano a unos neófitos, nos hizo disposición de las llaves de una cabaña que había detrás de la estación por el tiempo que nos fuera necesario. La cabaña tenía todos los complementos: baño con ducha de agua caliente, cocina de gas, nevera, y un hogar en el que hacer un buen fuego.


En Lascano permanecimos tres días. La primera tarde nos pasamos por la radio AM (sintonía 1590.0) llamada Nueva Radio. Golpeamos tímidamente la puerta, sin intenciones concretas. No sabíamos si pedirles información sobre la región, ver simplemente cómo eran las instalaciones y el equipo, o bien insinuarles la idea de entrevistarnos para que nos dieran a conocer y así ganarnos la confianza de la gente.

(Violín de Becho.Lascano,Rocha)
(Gente de la Nueva Radio,Alejandro der. Ruben Sosa izq.)






(Continua en la siguiente entrada de Septiembre en "Uruguay 3")

1 ago 2008

CAPÍTULO 1: URUGUAY

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I

EL TRAYECTO Y SUS SUCESOS


El día 30 de julio amaneció gris y húmedo, con una niebla densa que poco a poco iba aferrándose a todo. En el barrio de Malvín no caía una gota, pero en la televisión un reportero de las noticias se empapaban en el centro de Montevideo bajo un profuso chaparrón.


Eran poco más de las siete y cuarto de la mañana. Un cruel dictamen parecía privar al viaje de un comienzo definitivo.


Tras una corta y turbia reunión, se decidió no salir. Desayunamos y cada cual se fue a pasar el tiempo a su manera. Después de casi una semana de postergar la salida por unas cosas u otras, en aquel momento nos sentíamos objeto de alguna broma pesada.


Sin embargo, el tiempo fue mejorando hacia el mediodía. A medida que avanzaba la mañana, el sol fue ensartando tímidos rayos de luz en la tupida niebla. Ya para las doce, el día estaba casi totalmente despejado y con un triunfante sol coronando lo más alto de la cúpula celeste.
Ahora sí: era la hora de salir.

Armamos los equipos en las bicicletas y nos pusimos rumbo Este por la Avenida Italia hasta llegar a la ruta 9.


Quizá por la alegría de haber salido al fin o bien por la bonanza del tiempo templado y de brisa favorable, la primera jornada resultó muy amena. Pasando por el balneario de Parque de Plata, llegamos a El Pinar, donde hicimos una parada para saludar a un viejo amigo, Esteban, compañero de fatigas de La Tasca (cadena inglesa de restaurantes de tapeo español).


Tras una opípara comida de verduras hervidas y dulce de pan, y una charla no menos agradable, retomamos la carretera y continuamos, cruzando el hermosísimo río Pando, en dirección Atlántida. La carretera no presentaba apenas accidentes y aunque el clima se fue tornando húmedo y nublado, logramos alcanzar el pueblo de Atlántida cuando aún quedaba una hora de luz.


En Atlántida cambiamos de la ruta 9 a la 8, para adentrarnos 6km en ésta hasta el desvío a la derecha que conduce, a través de 1km, a la comunidad alternativa de Janajpacha (“estado de conciencia elevado”): la tercera que se crea a imagen y semejanza de su progenitora en Cochabamba (Bolivia), que ideó la mente de Chamalú (Luis Espinosa de nombre cristiano), un cochabambino de cincuenta y tantos años precursor de una filosofía y un movimiento (Movimiento Ecologista Pachamama) basados en el respeto a la madre tierra.













(Janajpacha)


En Janajpacha nos recibieron Horacio y Mafi, únicos ocupantes y gestores de la comunidad y nos dieron alojamiento por un día, durante el cual ayudamos a terminar un horno de barro y a barrer la hojarasca del Bosque Sagrado de eucalipto donde se encuentra el Templo Sagrado de la comunidad: un edificio de madera de eucalipto con techo de quincho (o de paja brava o filosa) de unos seis metros de diámetro por unos seis de altura, con un imponente círculo de fuego en el centro y un enorme tragaluz por el que se escapa el humo de la hoguera y penetra la noche. La construcción es realmente hermosa: la puerta apunta al Sur y el interior se recorre dando una vuelta por el contorno en la cual se va parando a saludar a los cuatro puntos cardinales (Este=nacimiento; Norte=guía; Oeste=culminación; Sur=regeneración) que se indican, cada cual, con una rebanada de tronco de eucalipto.








(Horacio y Jazmín haciendo el adobe para el horno de barro)







(Construyendo el horno)















(Listo para las pizzas Horacio!!)







El templo, así como el resto del complejo (dos cabañas dormitorio, una sala de actividades y un comedor), fue obra de la labor experta de Horacio. El lugar es un perfecto escape rural del bullicio urbano: el color del campo diluye los pensamientos sombríos de la cenicienta urbe.






(Templo en el bosque sagrado, Janajpacha)














(Despedida de Janajpacha)








El día 1 de agosto pusimos pie en pedal para dirigirnos a Maldonado/Punta del Este. El trayecto - de algo más de 100km - se nos hizo bastante duro, ya que siendo la segunda jornada de pedaleo las pertinaces ondulaciones de la carretera fueron haciendo mella en rodillas y muslos.


La corona del día fue Punta Ballena, un recibimiento poco hospitalario (para el ciclista) de la ciudad de Maldonado compuesto por una elevación de no más de 300m que se escala por una subida en constante inclinación de 3km más o menos. En la cúspide, eso sí, hay un mirador con una maravillosa vista de la desembocadura del río de La Plata (o estuario de La Plata, según se mire).







(Entrada a Maldonado)






En Maldonado pasamos el fin de semana en la agradable compañía de los tíos de Pablo: Hugo (sentido intérprete mariachi y amante de Gardel) y Susana (diestra odontóloga y enemiga del tango).







(Primera comida con el super primus)








El martes, día 5 de agosto, dejamos Maldonado y nos dirigimos a Rocha. Sin muchas ondulaciones y viento a favor, todo fue coser y cantar hasta que, a sólo 5km de la ciudad de Rocha, Pablo pinchó la rueda trasera. Con casi todo el equipo instalado en la parrilla trasera, sacar la rueda no fue tarea fácil. Además el inflador tenía muy poca presión, de modo que nos dejamos el físico en vano tratando de bombear aire a la cámara. Por fortuna, se nos cruzó un pequeño pelotón de ciclistas que nos prestó un inflador en condiciones. Con ellos de escolta, llegamos a la entrada de la ciudad de Rocha.






(Entrando a Rocha)












(Primeros 99 Kilómetros)














(Primeros 199 Kilómetros)








En Rocha nos alojamos en casa de la abuela Ega (abuela paterna de Pablo), una excelente octogenaria de fuerza y entereza colosales.




(Bicicletas en mantenimiento,nosotros le llamamos CTI)















(Puesta de sol en ruta 15)













(Paisaje que muestra los departamentos de Maldonado y Rocha separados por el río.Que no se ve aqui.)







El primer día lo pasamos en la granja de la abuela Ega, en el kilómetro 12 entre Rocha y La Paloma. Ahí ayudamos en diversas labores: a sacar el aire a una vaca recién parida con hipocalcemia; a pastorear el ganado a un corral para que lo vacunaran; a pintar las barandillas del tambo (lugar donde se ordeñan las vacas); y a poner alambrado en algunas porciones del terreno.


Lo más especial de aquel día fue Héctor, cuidador de la granja durante 25 años. Hace diez le encontraron un tumor en un riñón y le dijeron que se podía salvar si se lo extirpaban a tiempo. La abuela Ega estaba más que dispuesta a hacerse cargo de todos los gastos; pero Héctor se negó. La mente de campo no entiende de convalecencias ni reposos si el cuerpo sigue respondiendo bien. Las estaciones no se detienen, los animales no se atienden solos: la cama es el peor enemigo: el reposo es la ruina. Con tozudez campesina se negó. Para qué pensar en las consecuencias: si se ha de morir se muere. Lo importante es aprovechar la vida si el cuerpo te lo permite, y hacerlo hasta que éste reviente.

Y así hacía Héctor. Con el rostro demacrado, la piel pegada al hueso, los ojos hundidos y los órganos consumidos por la metástasis, Héctor seguía en pie, recibiendo en silencio las insidiosas abatidas del viento gélido del Sur que arreciaba ya entrada la tarde, mientras poníamos alambrado en una sección del campo. Nadie decía nada, nadie lo miraba con pena: continuará siendo uno más hasta el día que fenezca.

Un par de días más tarde fuimos al campo de Santiago, tío paterno de Pablo, ingeniero agrónomo y ducho en artes varias. Recorrimos el campo por un arroyo envuelto en sauces y zarzales. Anduvimos un rato en busca de carpinchos y tatús (armadillo), con el oído siempre puesto en el canto de las aves.






(Puesta de sol en casa del tío Santiago)









En esta visita tuvimos la ocasión de conocer a Romero, vigilante del aislado puesto policial de la zona. El gordo Romero nos relató la fascinante historia del tesoro oculto que supuestamente hay en la parcela del citado puesto. Por lo que cuentan, el puesto era un antiguo banco en la época colonial, cuando la tierra era el mejor lugar para asegurar las riquezas. Se dice que tales riquezas nunca las llegaron a exhumar. Sólo una mujer lo intentó dos veces: la primera vez la llamaron con el anuncio de la muerte de su madre; la segunda, se le apagó misteriosamente el candil cuando no corría ni una gota de viento. Estos fenómenos inusuales le hicieron desistir finalmente; de modo que ahora, al pie de un viejo árbol rodeado de añeja mampostería, sólo queda un ambicioso y truncado sueño de metro y medio de profundidad.







(antiguo potrero)













(Viejo potrero donde está el tesoro)









También tuvimos el singular placer de trabar amistad con el Bin Laden rochense: un truhán del pago, agudo como un zorro, que lleva las riendas del negocio de compra-venta de los terrenos del lugar. ¡Ojo con lo que hables de él! Que con la mínima te mete en juicio por calumnia y difamación. A uno que lo denunció de haberle robado ganado le acabó sacando los cuartos con una contra denuncia por calumnia que falló a su favor. Con sus barbas bíblicas, su campestre locuacidad y su conspicuo apodo (que él mismo se puso), no hay alma en Rocha que no lo conozca. El Bin Laden rochense: ¡famoso y escurridizo como el Bin Laden saudí!


Al día siguiente, el tío Santiago nos volvió a sacar de excursión. Esta vez nos llevó a Valizas, un encantador pueblo costero a unos 120km de la ciudad de Rocha.

Valizas tiene el nombre del río que lo recoda y que desemboca en el Atlántico. El nacimiento está en una laguna a pocos kilómetros de la desembocadura. Cuando hay lluvias fuertes, la laguna se llena, sube el cauce y la corriente, crecida, galopa hacia el océano y entierra “la barra”, único paso que une al pueblo con el paraje desértico de dunas que conduce a Cabo Polonio, y en el que descolla la majestuosa duna de Valizas con sus treinta metros aproximados de altura.






(Union del Río con el océano Atlántico en Valizas)









Valizas, con sus casitas de madera al estilo morada de pescador, es un pueblo que incita al reposo y la tranquilidad. En invierno está casi del todo vacío, y en verano se llena de bohemios y hippies que hacen del lugar la comuna ideal donde poder andar descalzos todo el día, tocar candombe en la playa o hacer humo en los apacibles porches de los ranchos de alquiler. Hay una calle en particular cuyo nombre, podría decirse, capta sucintamente el espíritu de Valizas: Carpe Diem.


(Casita a metros del Océano Atlántico,Valizas Rocha )
(Sofia,Abuela Ega y nosotros en su acogedora casita de Rocha)













(Valizas recibiendonos con su CARPE DIEM)




(Continua en la siguiente entrada de Septiembre en "Uruguay 2") .