Los cerca de 70 kilómetros que recorrimos hasta Melo fueron, sin duda, bastante exigentes. El ascenso al Otazo fue lento y tortuoso. Los parajes que vinieron después eran grises y desolados. Alcanzamos una aldea, Arbolito, cuyo nombre proviene de una batalla que se libró a pocos kilómetros en dirección a Treinta y Tres.
La aldea parecía desierta, y el viento y las nubes seguían presagiando lluvia a raudales.
Sin embargo, decidimos seguir adelante. Por lo que nos habían dicho, a unos 10 kilómetros de Melo, debíamos toparnos con un puesto policial donde, con casi toda probabilidad nos darían alojamiento.
Proseguimos. A media escalada de la intimidante Picada del Bocha, comenzó a caer lluvia boba (llovizna) que paulatinamente fue creciendo a lluvia copiosa. En un momento dado, fuimos a buscar cobijo a una estancia que había en la cumbre del Bocha – habiéndose convertido la lluvia en una gruesa cortina achuchada por el viento – pero su desolación y los ladridos de tres perros guardianes nos pusieron devuelta en la ruta.
La lluvia amainó hasta cesar a ratos. Por fin llegamos al deseado puesto policial donde, al principio, no parecía haber nadie. Dimos vueltas y vueltas al puesto, mojados, tiritando de frío, y aunque había indicios de que tenía que haber alguien dentro, nadie respondía. De repente, cuando ya no se sabía qué hacer, se oyó un ruido dentro de la casita y vimos que un policía espigado nos escrutaba a través de la puerta de vidrio.
Tras pasar el primer examen, nos abrió y nos preguntó en que podía servirnos. Una vez mas, relatamos toda la historia del viaje, haciendo hincapié en que éramos estudiantes de tres países diferentes, que la gente nos llevaba brindando hasta el momento una ayuda inestimable y, sobre todo, que estábamos fatigados, hambrientos, mojados y ateridos de frío, y que - ¡ por todo lo que le era sagrado en esta vida ! – nos permitiese hacer noche en cualquier lugar protegido que nos pudiera ofrecer (ya fuese un cuarto pelado o un galpón pordiosero).
“Vo sabé” nos respondió el tipo de rostro picado, nariz tosca, y ojillos brillantes. “ A mi me gustaría ayudarles , gurise. Pero vo sabé que no puedo. Nos han venido robando por acá 40 ovejas, todavía no agarramos a los malandros que nos las andan manoteando. Cada noche hacemos patrullas desde las 6 de la tarde hasta las 4 de la mañana: pero cuando vamos a tal lado, nos roban en otro. Vo sabé gurise que a mi como padre me gustaría que ayudasen a mis hijos si anduvieran por ahí. Pero, ¿qué hago ahora si vienen los superiores y ven a 3 extraños pasando la noche acá mientras nos vamos de patrulla? Me recagan a puteadas gurise. Me van a tener que disculpar pero no puedo hacer nada.”
Eso sí, nos explicó que Melo estaba ahí mismo, que en 15 minutos llegaba porque todo era bajada. “Pasan el frigorífico (PUL, la gran fábrica empaquetadora de carne para exportar) y ahí lo tienen.” En el momento de despedirse y dirigiéndose a Jazmín, aseveró: “Si tuviera a mi hija viajando así como vos, la cagaría a palo”.
Tuviera o no razón, nos despedimos del agente y seguimos hacia Melo, que quedaba a 9 kilómetros exactos del puesto. A los pocos kilómetros, nos acordamos de nuestro amigo el agente cuando tropezamos con la primera de una seguidilla de subidas bastante empinadas.
La bienvenida a Melo – viniendo de Treinta y Tres - no es estéticamente gratificante. Lo primero que uno se encuentra es un barrio de casas astrosas, calles de tierra y comercios polvorientos. Si sumamos a esto el día gris y húmedo que envolvía tal escenario, el cansancio, el hambre (casi 10hs sin comer) y el frío la primera imagen de Melo no fue demasiado alentadora.
Eran casi las 4 de la tarde cuando nos encauzamos por la Av. Fernando Mata. Allí preguntamos por la Intendencia y nos indicaron como llegar entrando a mano izquierda por la calle José Pedro Varela y yendo recto hasta dar con una estación de ANCAP que se haya en la calle Gral. Justino Muniz: ahí, en la vereda de la izquierda, está la Intendencia.
En la Intendencia, nos mandaron a la dirección de deportes y ahí Milton, director de dicha sección, dio la orden al encargado del gimnasio municipal para que nos dejaran pasar unos días allí. Todo esto sucedió en un corto espacio de 15 minutos desde que entramos en la Intendencia. Apenas dijimos una palabra, un desconocido nos llevó a la dirección de deportes, preguntó si nos podían ayudar y el resto es historia.
En el gimnasio municipal, nos recibió Roney Sosa, un hombre menudo, medio calvo y canoso con un bigote y una sonrisa afables. Conociéndole un poco mejor más adelante, nos dimos cuenta de la grandeza de este hombre. Siempre que lo veíamos sonreía. Al hablar con sus subordinados y, en realidad, con cualquiera, nunca abandonaba la forma cordial y jocosa de su discurso habitual; en definitiva y aunque parezca inaudito, siempre se lo veía de buen humor. Y esto podría parecer inaudito, ya no sólo porque es bastante poco común encontrar a alguien con sentido del humor, sino que además el pobre hombre había sufrido unos cuantos reveses muy duros a lo largo de su vida: el mas reciente, la muerte de un hermano tres semanas antes de nuestra llegada. Roney Sosa es una de esas personas que hacen que sonrojen nuestras quejas y pataleos más pueriles, al blandir en todo momento una sonrisa frente a las peores adversidades de la vida.
Fernando Sosa, un amabilísimo empleado municipal del gimnasio, nos enseñó los aposentos que nos habían dispuesto: tres habitaciones enormes con unas cuatro cuchetas (literas) cada una. También teníamos dos baños, uno de ellos con ducha de agua caliente. Para nosotros, hasta aquel momento, era como mostrarnos las alcobas del Taj Mahal.
Este Fernando Sosa, a su vez, quedó maravillado con el Primus con que cocinamos; en tal grado, que hasta le sacó fotos. Nos pareció un hombre de encantadora parsimonia y curiosidad conmovedora. A pesar de la parsimonia, trabaja los doce meses del año: nueve meses en el gimnasio (trabajo bastante sosegado) y los tres restantes los hace en Maldonado (adonde viaja en su Yumbo de 125cc) trabajando en un restaurante durante la temporada de verano. A él, nos lo dejó bien claro, le encanta. No tiene queja alguna. ¿Cuántos pueden decir eso?
La misma tarde de la llegada fuimos a Motociclo con el recibo de compra de las bicicletas para reclamar el servicio de mantenimiento que la empresa garantiza durante seis meses por dicha compra. La encargada, guardando firmemente el protocolo, nos envió al taller de Nacho, a media cuadra de la plaza de la Constitución.
Al día siguiente fuimos y conocimos a otro gran ciclista veterano, en este caso de Cerro Largo: Ignacio Honegger. Aunque ya no corre en primera, sigue compitiendo cada fin de semana en la categoría de adultos, entrena a una adolescente y patrocina a un equipo juvenil. Estuvimos toda la mañana hablando con él y viendo cómo realizaba el mantenimiento de cada bicicleta: centrado de ruedas, revisión de los cambios y reemplazo de un eslabón de la cadena de la bicicleta de Jazmín que lo llevaba muy suelto. Al terminar nos invitó a cenar a su casa la tarde siguiente.
De camino a su casa, nos detuvimos unos minutos a ayudar a un amigo suyo (todo Melo parecía serlo) que su moto no le estaba funcionando muy bien, aparentemente solo le estaba trabajando un solo cilindro.... Miren en la foto porque es que sucedía esto. (Llevaba 14 garrafas de 13 kg, aparentemente, eso solo se ve en
Melo, es una forma de ahorrar en tranporte con las "honditas" 100cc)
Y no la tarde siguiente, sino la siguiente, tuvimos la cena (pizza y pastel de coco) junto con su mujer y sus dos gurises. Aparte de mostrarnos una amabilidad y generosidad inigualables (no nos permitió pagar un peso de la cena), nos dio un largo paseo por su vida a través de un millar de fotografías que estuvimos mirando hasta casi la una de la mañana.
Al día siguiente (viernes 22 de agosto) y después de despedirnos de Ignacio, nos introdujimos en la ruta 26 en dirección a la ciudad de Tacuarembó.
La ruta 26 es bastante desolada, con alguna estancia aquí y allá, y poco más. No teníamos muy claro dónde íbamos a pasar la noche y el atardecer se nos echaba encima. Aún demasiado lejos de Las Toscas (el pueblo más cercano), al cruzar el río Negro por el puente Aguiar y dejar atrás el departamento de Cerro Largo para entrar en el de Tacuarembó, vimos a un albañil haciendo la mezcla para la obra de una casita. Le preguntamos si había algún puesto policial o algún rastro de civilización por ahí cerca y nos respondió que no conocía nada en menos de 20km. Le preguntamos entonces si sabía de algún lugar seguro donde acampar, y nos ofreció hacerlo en el predio donde trabajaba. Al final, nos convidó a pasar la noche en una especie de remolque habitable con más años que el ferrocarril. Para nosotros nos era más que suficiente (sólo una barridita para sacar toda la cal y polvo que había), pues nos ahorraba tener que montar todo el “circo.”
Nuestro anfitrión, en esta ocasión, se llamaba Juan Pereira: un mulato de cuarenta y ocho años y excelente condición física. Poseía ese carácter apacible y sosegado que define al buen hombre de oficio. Nos contó que tenía dos hijos, que era huérfano desde los nueve y que a esa edad tuvo que comenzar a buscarse la vida. Durante quince años fue soldado raso en el ejército, hasta que se hartó de tanta arbitrariedad castrense y se puso a aprender oficios. Tras doce años de aprender y trabajar, el diestro Pereira es capaz de diseñar y construir íntegramente cualquier edificación que le propongan. Nada mal, ¿verdad?
A la mañana siguiente nos levantamos temprano y contemplamos otro gran paisaje brumoso, casi totalmente opaco, en el que sólo se insinuaban los contornos de algunos árboles y el brillo del asfalto bajo el espectral foco del alba.
Volvimos a seguir el trayecto hacia Tacuarembó, cruzando por Las Toscas de Caraguatá (donde la gente que nos encontramos se portó excelentemente con nosotros) y luego por Pueblo de Barro, donde un policía regordete nos recomendó que preguntáramos para pasar la noche en el local de remates (subastas de ganado) RACHID, que queda dentro de un predio que cuida un gaucho muy amable.
Radio MARLEY FM en Las Toscas
Llegamos ahí y, efectivamente, el gaucho que cuidaba el predio nos dio permiso para hacer noche en dicho local: una casa de cal y techo de chapa de no más de diez metros cuadrados.
Y ahora un breve inciso para aclarar, a los que no sepan, quién es el gaucho y qué es la cultura gaucha. La cultura gaucha es el folclor propiamente dicho del Uruguay. El gaucho es, en esencia, la identidad del uruguayo oriundo. Cierto que un urbanita montevideano también es oriundo; pero en él jamás se representarán tan netamente las señas de identidad que hacen que Uruguay sea Uruguay y no cualquier otro país. La imagen del gaucho compendia lo más característico del paisaje oriental: los eternos pastos que enmoquetan casi todo el interior del país, la soledad de los campos donde sólo reinan las reses y los caballos, ese aire purificador que alterna esencias lácteas y de eucalipto. . . Del gaucho nacen las costumbres más arraigadas y definitorias del pueblo uruguayo: la adicción al mate, la pasión por el asado y, lo más importante de todo, la música, la milonga, ese estilo rústico y sincero a voz y seis cuerdas por el que se originó los tangos de Gardel que recorrieron el mundo por los fotogramas de la Paramaunt. El gaucho de bigote grueso, boina o sombrero aludo, poncho y bombachas metidas por dentro de las botas de montar. El gaucho con su látigo y su pingo, su china y sus guris, su yerba y su mate, su vaca para carnear y su leña para asar. La imagen del campo que es la identidad de la tierra, el corazón y los pulmones de una nación, los rasgos verdaderos de los pueblos. . . Cómo no dedicar un espacio privilegiado del relato al pastor de las riquezas de la tierra oriental. El “huachu” que vaga solo sobre su caballo y blande su “chaucho” para arrejuntar el ganado: el sol que brilla en el interior del Uruguay.
De retorno a RACHID, esa tarde la pasamos muy relajadamente embutidos en los sobres de dormir; salvo Jazmín, que decidió visitar la casa de nuestros anfitriones para conocerlos mejor.
El viento cambió a Noreste (“viento del Este agua como peste,” se dice por aquí) y el cielo comenzó a enturbiarse. Ya de noche, estalló una tormenta de incesante diluvio y cañonazos ensordecedores. Los inmensos goterones (que por momentos se convirtieron en granizo) repiqueteaban con renuente violencia en la chapa: daba la terrible sensación de que nuestra endeble morada se venía abajo. Esa noche se durmió bastante mal.
La lluvia continuó hasta las primeras horas de la mañana siguiente. Como el cielo seguía cubierto y aún soplaba algo de viento Noreste, optamos por quedarnos el día en RACHID con el beneplácito de nuestros anfitriones; los cuales, ya de buena mañana, nos demostraron su generosa disposición al enviarnos una embajada, compuesta por el gordito Alfredo (hijo mediano), con un desayuno de tortas fritas que Dalia, su madre, nos guardó.
Ese día era domingo (24 de agosto), y al ponernos en pie os encontramos con el gordito Alfredo y su hermano mayor, el locuaz Ignacio. Ahorrándose formalismos, nos contaron con detalle, como si hubiesen estado esperando años por una audiencia, todo lo que debíamos saber sobre ellos: primero, que ese día celebraban el quinto cumpleaños de su hermanita pequeña, Sofia, que en realidad había sido el martes 19 (de agosto, se entiende); que Alfredo tenía 12 e Ignacio 17; que los dos estudiaban en Tacuarembó; que Ignacio quería ser casco azul y que a Alfredo le encantaba el campo; que Ignacio había sufrido un ataque epiléptico a los nueve y desde entonces no soportaba ver que un hombre abusara de una mujer. A su vez, nos cantó una polca, nos declaró su amor por el canto y nos mostró su variado repertorio de piropos y payadas. Jugamos al fútbol con ellos (o más bien pateamos unos trapos envueltos en piel de oveja y unidos con cinta pato) y nos bañamos en un tajamar (alberca) cubierto de bostas (boñigas) de vaca. Luego, para darnos leche, ordeñaron a su única lechera, una Jersey negra. Lo que nos quedó patente, es que ambos eran criaturas excepcionales.
Hagamos una rápida descripción del hogar Rivera-Rodríguez: la vivienda en sí se compone de una zona dormitorio con una sala recibidor de unos ocho metros cuadrados por la cual se accede directamente a un baño con retrete y ducha (que en realidad no es más que un cubo grande de pintura colgado de un clavo a metro noventa de altura y al que le adaptaron un caño (grifo) de plástico. Cada vez que se vacía, se vuelve a llenar en el pozo lo cual resulta una actividad algo agotadora) y un solo dormitorio donde duerme toda la familia. Esta parte de la casa está casi totalmente desnuda: sólo las camas y en el baño un mueble de estantes para el neceser de aseo.
La otra parte de la vivienda es la cocina, que es independiente. Ésta no ocupa más de cuatro metros cuadrados y la cocina, como tal, funciona a leña sobre una plancha metálica gruesa, que es el fogón. En toda la vivienda no hay ni luz ni gas ni agua corriente. Las únicas modernidades de que disponen los Rivera-Rodríguez son una radio a pilas, una antorcha con bombona, y un par de celulares (móviles) que no pueden recargar sino yendo a casa de una vecina. Por lo demás, viven básicamente en una burbuja atemporal, en una de esas cápsulas del tiempo que se entierran con objetos de épocas pasadas para que las exhume el hombre del mañana.
Por la noche, estuvimos conversando con ellos. A pesar de todo lo que ellos nos habían dado (torta frita, lechugas de su quinta, leche de su lechera e incluso del pastel de cumpleaños de Sofía que había sobrado), ellos aceptaron muy poco del pan y los bizcochos que les ofrecimos. El padre, Ruben, nos contó más o menos cuáles son sus obligaciones y nos narró cómo en una ocasión se perforó la mano izquierda al disparársele un rifle de caza por accidente. Dalia, por su parte, nos contaba que aunque eran felices en el campo, se las veían negras cada mes para subsistir con único sueldo de 4500 pesos (164 euros) para cinco personas.
El lunes día 25 de agosto dejamos a los Rivera-Rodríguez (con gran pesar de Alfredo, que nos quería llevar a correr liebres con los galgos) y nos dirigimos de nuevo a Tacuarembó.
Hicimos parada en Villa Ansina (60km de Tacuarembó), donde tuvimos un extraño encuentro con un tipo (nunca nos dio su nombre) parecido a Dustin Hoffman, que nos aseguró que el aburguesamiento nos esperaba a todos a la vuelta de la esquina. Hicimos noche en un bello camping a la vera del río Tacuarembó Grande.
Fotos de Comisaría de Ansina y vista del puente desde el
Campamento Municipal de Ansina